Cristina Bosch

Partitura de Amor:
(1986)


Estaba intentando convertirme en un adulto. Me esfuerzo por serlo.
Sin embargo, cuando algo o alguien por sobre todas las cosas me afecta, torno a la niña frágil y asustadiza que duerme dentro de mí.
Intento desoír esa voz triste y melancólica que protesta. No debo escucharla; no es mi yo adulto y me perturba. La niña, imagen de mi ser minúsculo y pequeño busca reconstruir el ideal de un mundo feliz que subyace en su inconsciente; ni triunfos ni dichas la satisface,
Me gustaría estar en camino para alcanzar mi adultez, para encontrarme a mí misma y saborear finalmente una paz sin griegas ni temores, sin este caos interior.
NO HE OLVIDADO SU AMOR; IMPOSIBLE OLVIDARLO, PERO ERA DEMASIADO TARDE PARA EL ENCUENTRO.
Ya no era joven, pero continuaba pensando que el Amor con mayúscula existía.
Me quedan fragmentos de esos breves trozos de ratos en común. Sabíamos sacarle provecho a los mínimos detalles cotidiano; un rayo de luz entre los verdes plátanos severos, las aves que picoteaban a nuestro paso, el charquito formado por una tibia llovizna de verano, el ululante
viento del otoño, en fin la plaza San Martín y nuestra risa, siempre nuestra risa a cada paso, tomados tiernamente de la mano, como si temiéramos extraviarnos.
ENTRE EN SU EXISTENCIA QUIZÁ DEMASIADO TARDE. CUATRO LUSTROS ATRÁS DEBIMOS DE HABERNOS ENCONTRADO.
Recordaré siempre su ternura; la llevaba pegada a mi piel, grabado a fuego entre mis sentidos. No podía verla, aunque sí sentirla, palparla como si fuera humana, independiente de su persona, si bien hecha a su propia imagen.
Su ternura partía de su interior. De sólo verlo acariciar objetos
despertaba en mí mi deseo siempre en vigilia.
RECUERDO CIERTOS INSTANTES DE PLENITUD, CUANDO EN EL OTOÑO O EL VERANO NOS SENTÁBAMOS MUY JUNTOS, EN SILENCIO, MIRANDO LAS AVES O ESPIANDO LAS PRIMERAS ESTRELLAS.
A su lado todo eran vibraciones clandestinas. El nivel de intensidad de nuestros encuentros jamás será superado en relación alguna. Lo sé; lo intuyo positivamente. Es una intuición innata, un poder inagotable de percibir lo que esconde su mente.
He besado todos los escondites de su cuerpo. Los he besado con unción, como quien comulga. Besado no. Idolatrado. Absorbido, como si fueran míos. A nadie he amado. A nadie, como a él.
Besarlo íntegramente, rozar con mi lengua ágil, pequeña y puntiaguda esa suntuosa dulzura, ese cuerpo de diminutas proporciones, firma y musculoso, y tocarlo con unión, como quien comulga.
CADA ENCUENTRO, UNA DESPEDIDA. NUNCA PUDE ABANDONARLO SIN ENTRAR EN AGONIA.
Me mira, me escucha, le hablo, me acaricia y siempre su ternura a flor de piel, lista para ofrecérmela y el murmullo del exterior se desvanece y crece el silencio, mientras laten al unísono nuestros agitados corazones.
Después, el silencio interior y abrazados nos llega el sueño.
Lo admiraba por su generosidad. Me hacía sentir la única mujer en el cosmos amada y que amaba. Me sentía segura y serena. Vivía en armonía conmigo. Yo era su mundo y me sentía bien.
Nos faltó una niña que creciera juntos a nosotros y nos ayudara a ambos a alcanzar la cima de ser personas: los sueños nunca se transforman en una realidad.
Debí de haberle dado tranquilidad, no me cabe la menor duda. Yo misma no la recibía.
Quiso ser mi único dueño y lo fue. Yo era parte de su mundo y él, mi universo entero.
Hubo momentos en que nos pertenecimos completamente
Ansiaba su protección, su total seguridad. Necesitaba de continuo pertenecerle., pues sólo sabía entregarme.
El deseaba una relación sin lazos de dependencia. Era una ave solitaria en absoluta libertad.
Nuestro amor nació de una soledad anterior. Yo era una planta delicada y etérea, que me deshojaba al menor descuido. Tenía miedo de todo: de perderlo por sobre todo
El era parte de mi armonía, entre la naturaleza y el silencio que tanto significaban para mí. Me subordiné a ser su sombra. Me fragmenté, recudiéndome a trozos, para ser tal como él no lo deseaba y no pudo soportarlo.
Me extravié, entonces, de mi ser y perdía paulatinamente mi identidad.
Cual un espejo reflejaba de él lo que él no deseaba recordar. Habíamos sido tan similares, años ha, antes de nuestro encuentro, cuando la máscara de la decepción no se había adueñado de su rostro y de su cansado andar.
Había sido un alma exquisita, sedienta de una ternura que ya no podía manifestarme.
Su ficticia objetividad asfixiaba al subjetivo ser, entre la tortura de la realidad cotidiana, pero yo estaba frente a él, recordando lo que él deseaba olvidar.
Estaba rodeada de luz tenue. Lo consideraba mi Dios y sólo me inclinaba antes él, ante el dios.
Quise retenerle, pero fue imposible. No pude decidir su conducta y todo se fue extinguiendo.
Vivía experimentándome. Tomaba mentalmente notas de mis reacciones, las que buscaba ex profeso, a veces para hacerme rabiar. Adoraba mis mohines, no mis enojos.
Yo sentía que sobrepasaba los límites de los permitido. Sus burlas hacían mella en mí y terminaban por lastimarme. El no lo notaba o no le importaba.
Al principio yo no hablaba y nada le exigía; aún no nos había crecido el silencio. Todavía formaba parte de mis sueños.
No sabía estarse quieto ni ampararme con su cuerpo. Siempre en continuo movimiento, me atormentaba su inquietud, su falta de sosiego.
Era una pura emoción zozobrando. Tenía un gran orgullo y una dignidad que nadie ni nada podía alterar. Jamás renunció a sus pretensiones ni subordinó sus sueños deteniendo su loco andar. Estaba hecho para la acción; sólo sabía marchar.
Le interesaba conservar la fachada en orden, pero no tenía reparo en mostrarse muchas veces tal cual era. Vivía en paz con sus pensamientos, aunque no siempre fueran extraordinarios.
Emanaba de su andar una sensación de seguridad que bien podía confundirse con la altivez de su alma.
Su celos no se manifestaban, pero eran tenaces, aunque introvertidos. Con ademanes amables me dejaba libre, cancelando todas las puertas; hasta los recuerdos de otras pasiones fueron una sutil amenaza de continuo para su entrega. Yacía siempre a la expectativa, temeroso de confiar y de brindarse. Temía tanto perderme que no cejaba en su empeño.
No tuvo el valor para entregarse ni se entregó íntegramente jamás.
Mi sed de nuestra mutua compañía era insaciable. Necesitaba desalterarme de continuo. Así germinó en él una yo me desmoroné entre los recuerdos. Dejamos de relacionarnos entre nuestros recónditos secretos. Dejamos de estar encadenados.
Yo no aceptaba su identidad ni él la mía. Fue la supervivencia del más fuerte. Entre ambos nos creció un vacío sin palabras, totalmente inesperado.
Se alejaba periódicamente de mí. Quería tomar distancia, respirar otro aire. Jamás pude comprenderlo. Par mí, el aire era estar junto a él.
Mi inseguridad lo abrumaba. No podía comprender que fuera cierto que no pudiese respirar lejos de él, Era injusto y violento, cuando clamaba por sus ratos de ocio y de libertad. Quería ser libre hasta de sus propios pensamientos, que no compartía con nadie.
Mi ternura crecía, cuando más nos alejábamos. Era el tono peculiar de ese cariño: la ternura.
La adoración pasó. Ahora notaba sus debilidades, a pesar de que aumentaba gradualmente mi cariño. Descubrí que eso era amar quizá … demasiado tarde .
FUERON FRAGMENTOS DE FELICIDAD, PERO PARECÍA UNA FELICIDAD.
Todo ese gran amor se diluyó en quince meses: nosotros lo habíamos creído eterno.
Empecé a observarlo con una subjetividad que convergía hacia la crítica. Lo quise diferente, hecho a mi imagen y semejanza. Quise yo también volver a ser yo, sin ataduras ni supuestos, sin nuestras manos tiernamente encadenadas, como si temiéramos perdernos.
Me sentía mal, angustiada y sola. Era una extraña cultivando mi propio jardín. Estaba habituada a alargar mis manos para que me protegiera. Imaginaba ser parte de su persona y era tan sólo su reflejo.
Nuestra relación sufrió un cambio. Nos dejamos de amar -es cierto- a pesar de que ese amor había enriquecido nuestro ser.
Nunca fui tan íntegramente yo, como en esos meses de plenitud. Miro dentro de mi ser y siento una gran respeto por ese descubrimiento tan grato. Lo que encontré no me defraudó. Me había brindado una parte de su ser; nuestras manos se habían unida, conectándose en la intimidad.
A veces me dormía, fatigada de tanto amarle. Nunca esos encuentros me saciaron completamente. Mi alma tenía necesidad de su alma, en completa libertad de entrega.
Y mi angustia que reaparece una vez más -de repente- y mi eterna fatiga y aquella terca neblina luminosa en todas partes.
Fue breve. Duró casi dos años. Estaba intentando transformarme en un adulto. Jamás renuncié a amarlo.
Ni siquiera nos abrazamos. Partieron nuestro cuerpos sin despedirse y el silencio cayó sobre nosotros.
… Entre mis pestañas quedó el inicio de un llanto.

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