ENSIMISMADOS CRISTINA BOSCH


Doloridos, se enroscan en sí mismos, como ovillándose hacia el interior, en un movimiento centrípeto. Entre ambos, un silencio sepulcral, casi de olvidos.
La madre... allí, fría y bella, como siempre. A cada lado padre e hijo se yerguen apuestos en el traje riguroso de luto oscuro, corbata negra y cuello almidonado.
Ninguno habla. Les asusta el ruido de las palabras vacías; se recogen y esperan la noche a la cual temen, por ser demasiado larga.
Por la mañana llegan unos hombres que retiran el cadáver, pero antes cierran el cajón con ese ruido hosco y sibilante que perturba los pensamiento de los dos. Se niegan a verla por última vez: a Santo de qué ?
Padre e hijo se miran al bies. No ofrecen resistencia a la situación aunque tampoco se alegran. Dios-hoy-parece nadie. Se yerguen ambos en una nada abismal. El uno, el recio, el agresivo, el toro embravecido está herido y parece lastimado de veras; el otro, el altanero y más de una vez el insolente, se asemeja a una laucha enroscada.
No queda dinero; las deudas de la larga enfermedad pudieron con todos los ahorros reunidos durante tantos años. Todo será de hoy en adelante constreñido; el hogar ya no existe, sólo los gastos y las cuentas y la presencia lejana de una mujer y una madre dormida por el agotamiento.
Están solos. Cada uno solo, cada cual separado del otro a través del silencio de la mujer que amaban.
En el suelo el baúl, las dos sillas, una mesa, dos colchones y las almohadas. El ave en la jaula no canta. Se van con sus bártulos a otro sitio más lúgubre. No hablan; no se miran. Cada cual en lo suyo -piensan-.
El padre paga los alquileres atrasados y se eleva en un falso gesto de orgullo, sin sonreír.

Un camioncito transporta los elementos indispensables hacia aquel otro lugar que los acoge sin ternura. Es un solo ambiente, testigo indiferente de aquel nuevo drama que ya se ciñe sobre ellos.
Entran en silencio. La mesa, en el centro; las dos sillas a cada lado y los colchones frente a la ventana abierta. Se acomodan en el piso, recostados en las almohadas y observan el cielo con obstinación, en busca de una respuesta divina. La nada les responde. No importa; respiran pausadamente y se duermen.

Amanece. Les duele el cuerpo de estar tan tensos. Se miran y se hacen los desentendidos. Hay un mendrugo de pan endurecido sobre la mesa. El padre lo parte en dos y se come sin ganas la mitad que le pertenece.
Regresa al lecho y reflexiona sobre su otrora pasado acogedor y sobre este presente desolador que le causa tanto daño. Hay muchas sombras en el iris de su mirada. Parece desear algo que no sea lo que es; exactamente eso; su presente abismal.
El hijo no se mueve, ni siquiera va en busca del pan. Al atardecer el padre se lo tira sobre la cama y con aprehensión y desgano lo mastica lentamente. Observa el Cielo, siempre el Cielo, en busca de una respuesta que no llega; no se inmuta, total, tiene mucho tiempo por delante. TAmpoco necesita comer ni tomar líquidos. No siente el cuerpo. La herida de su alma atenúa todo otro dolor.
Tampoco el padre emite movimiento alguno. No buscan salir, no tienen amigos; no conocen a nadie.
Por la tarde golpean con los nudillos en la puerta de la habitación. Ni padre ni hijo responden. La puerta tiene dos vueltas y un cerrojo puesto. Los pasos se pierden rápidamente.

...Deberías salir, hijo. Eres joven y tu cuerpo agraciado. Deberías pensar en un lejano futuro y sobreponerte. Debo hablarle...
... Eres más fuerte que yo, padre. No puedes quedarte así, en esa parálisis mental, para siempre. No puedo ayudarte, aunque tiene que sobre ponerte. Debo advertirte antes de que...
Cada cual en lo suyo, ensimismado en el otro, se olvida de sus necesidades. No hablan entre ellos ni comen ni beben siquiera.

Han pasado días. Los encontraron con sus sendos trajes de riguroso luto oscuro, corbata negra y cuello almidonado, inmóviles en el suelo, mirando el Cielo.
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