Cuentos
Era una viejecita
Era una viejecita tonta y fría. Recuerdo el ruido de la hamaca al moverse, crujiendo con un cric-crac insoportable.
Yo la espiaba siempre a la misma hora. Cuando suena el Ángelus en la capilla y el sacristán sale en busca de pan para el Convento, ella comenzaba su cric-crac con movimiento agudo de huesos rotos. Y hablaba y hablaba sin ton ni son, con gran fluidez mental para sus años.
Yo la espiaba de soslayo, sin entrar en su pieza, desde el zaguán de la escalera, con la puerta cerrada, tratando de reconocer el personaje silencioso que tarde a tarde se sentaba a escucharla pausadamente.
Cómo renacía entonces la viejecita! SE convertía en un ser alado y dulce; de flaca y huesuda, alta y escalofriantemente opaca, se transformaba en una luz de bengala o en acordes en mi bemol. Qué monólogo más bello desgranaba para el personaje desconocido e inquietante!
Se lo conté a mamá, a quien le pedí permiso para espiarla, pero me lo negó. Yo accedí, pues a pesar de intentar persuadirla, creía como mi madre que eso podría provocarle un ataque a su edad.
No era que me importara, no; su muerte sería el cesar de ruidos inoportunos a toda hora del día y de la noche. Porque demás está decir que se levantaba, cuando todos dormían, tirando la cadena del baño a horas imprevistas; a la hora de la siesta ella decretaba tomar el té y a la hora del baño, su comida. Alta, muda, fijaba sus cuencas en el vacío, sin balbucear ni una palabra y con el bastón venía anunciando su llegada desde veinte metros atrás, con ese tic-toc a madera y metal.
No la quería. Cuando la sabía cerca, disparaba como un rayo, porque sí, y el ruido engomado de su pierna ficticia me repelía cual un insecto.
Mamá era un poco más bondadosa que yo. Apenas le preguntaba al despertar cómo se sentía y ya se alejaba de su lado sin ningún miramiento.
Era una viejecita crujiente y dolorosa que se nos adhería pegajosamente a la piel.
A veces deseaba expresarse y en vez de comenzar hablando como todo el mundo, sacaba un tentáculo de abajo de su chal negro y nos agarraba por turno, exhalando de su boca un nauseabundo olor a vejez y algunos ronroneos que nunca terminaban en una frase. Al agredirla para que nos soltara, desaparecía el tentáculo bajo su chal negro y continuaba en silencio su soledad.
Dos veces la vi. sonreír: una, cuando murió el gato, y otra, cuando me caí en una tina de lejía y mamá me pegó. Al pasar a su lado vi la boca hueca y negra y el rictus de alguien que invoca a la risa. Así durante el día entero, salvo esas dos horas de coloquio jovial, encerrada en su cuarto, cuando reía y contaba cuentos de su niñez. Los recuerdos eran reales y salían redondos y sin fisuras, como reguero de pólvora: como le sale al naranjo su flor.
Un día desobedecí el mandato de mi madre. Lo planee antes una semana entera. Aceité su puerta para que no chirriara al moverla; ajusté los tornillos del picaporte para poder torcerlo con facilidad y puse aserrín en el pasillo a último momento.
Todo al igual que siempre. Subió media hora antes del coloquio y detrás de ella, echando nuevamente aserrín, subí yo para espiarla. Vivía en una pieza del altillo, no muy alta y más bien alejada de nosotros. Era pobre y estaba mal iluminada, salvo la ventana que, a esa hora, reflejaba su luz bermeja por entre los bastidores. No pudo cerrar la puerta, pero en su afán de apuro no se inmutó. Jadeando, llegó al cajón de la mesa de luz y hurgando a los costados sacó una llave. Abrió con ella el viejo ropera y de adentro de un estante sacó con dificultad una cajita color borravino, empezando a cantar: "Melinda, Melinda, estás allí?"
Insertó un tentáculo en la caja y con ruido a huesos buscó algo que colocó sobre el vidrio, en ese instante rojizo por el reflejo del sol. Después prendió una vela y se sentó en la hamaca que comenzó a crujir con su típico ruido.
Fluyó la charla de siempre, ligera, vivaz y tierna con su oyente silenciosa: una mosca a la que le había quitado las alas, para que en su afán de vuelo no pudiera abandonarla a la hora acostumbrada.
Maria Cristina Bosch.
E-mail: mcbosch2002@yahoo.com.ar
El sino
Una mujer madura, de rostro bello, está sentada en medio de sus bultos durante horas enteras. Son toda su pertenencia. En mis paseos diurnos me detengo a mirarla. No es una mujer sumida en pesadillas que retorna cada día a su miseria. A veces canturrea una melodía de su antigua patria, Polonia, tal vez.
Dónde -me pregunto- encuentra la hospitalidad de un buen sueño? Por las noches intento no pasar por allí para no saber si está: me derrumbaría. Tengo la impresión de que ha sido violentamente arrojada de su sitio natal por la guerra e impuesta aquí, en la Argentina, como un jarrón sin uso. A veces está adormecida. Respira. La vida se transmite por sus huesos, en medio del absurdo orden de sus bultos. Su cráneo es pequeño, como el de las mujeres del Báltico aprisionado su frágil cuerpo en harapos. Cuando llueve, envuelta en un inmenso nylon, se asemeja a un puñado de arcilla,
El dilema no está en la miseria, en la suciedad o fealdad del espectáculo.
Esa mujer conoció otro sino. Alguien, de joven, le sonrió, le trajo flores, quizá tuvo el gozo de un hijo entre sus brazos o -coqueta y segura de su encanto- se complació en atormentar a los hombres.
Hoy es un ser gastado y feliz -pese a todo- ,que canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la suya.
El misterio reside en el por qué se convirtió en este montón de arcilla? Qué pasado la marcó, como una máquina de forjar, para que esta bella pasta humana se haya herrumbrado?
Tiene un rostro adorable. Me la imagino de niña. De una pareja nació esta fruta dorada. De nobles extranjeros ha nacido esta gracia y encanto. Tiene el rostro de un Mozart-niño asesinado. Protegida, cultivada: ¿qué hubiera llegado a ser? Cuando en los jardines nace por mutación una rosa nueva y extraña , todos los jardineros se vuelcan hacia ella y la cuidan, la cultivan, la favorecen.
Para esta mujer no hubo un jardinero complaciente; fue marcada por la máquina devoradora de la vida y desde su nacimiento fue condenada.
Esta mujercita no sufre por su suerte, pero atormenta mi angustia. Me enloquezco y me conmuevo, como una llaga perpetuamente abierta
Quizá ella, que la arrastra y la lleva a cuestas , no la siente. No parece herida ni lastimada como individuo sino como la especie humana, la sociedad en sí.
Creo en la piedad. Me lastima el jardinero que no supo encontrarla. Ella se ha instalado en la locura tan fácilmente como otros en la pereza. Me entristece esa mujer madura, en medio de sus bultos, esa carita de rasgos finos y ojos rientes, con modales áureos.
El sentido de su vida, el sabor de su existencia le ha sido modificado, aunque tal vez, en el agudo rincón de sus recuerdos, como la sigla de una nota discordante, quede vivo aún su Mozart-niño respirando. Me duele, ella, ese ser, en todo el cuerpo.
Maria Cristina Bosch.
E-mail: mcbosch2002@yahoo.com.ar

ANNIE
El problema era conocer el paradero de Paul, luego de la muerte de Annie. A él le dejaba toda su herencia, el dinero en los bancos internacionales a plazo fijo- en dólares- los muebles de su paquetísimo departamento en Belgrano C, con vista al río, nueve habitaciones, tres baños, toilette, living de quince metros con un balcón-terraza, comedor, escritorio, sala, living íntimo, saloncito de estar y todos los detalles inimaginables, desde las canillas de plata maciza hasta el pequeño refrigerador minúsculo.
Sabíamos cómo era Annie; el problema no era ella; era saber como era él.
Annie era una deliciosa personita, delicada y etérea, culta y refinada. Tendría unos treinta años, cuando la ví por vez primera y no puedo olvidar su aire ingenuo y su refinada elegancia. Pequeña, menudita, frágil, era el centro de toda reunión. Todo en ella era dulzura y suavidad. Uno oía la superficialidad de su conversación con deleite y, cuando deseaba elevar el nivel, su cultura descollaba entre los oyentes atentos.
Después del accidente, empezó a deslizarse con ayuda de un bastón con puño de marfil. Este era su único desacierto. El bastón se le deslizaba de sus dedos, cada vez que intentaba hablar y, con gran estrépito, siempre terminaba en el suelo: reuniones, veladas de gala, entierros, ceremonias religiosas tenían como fondo dos o tres caídas del bastón, que finalizaban en la suave risita de quienes la acompañábamos: Annie susurraba en voz baja:
-Es Paul, para distraerme. Quiere que sólo esté atento a él.
Estos comentarios no nos sorprendieron la primera vez que los escuchamos. Creíamos entrever una broma y la aceptábamos, pero la broma siguió su curso y siempre estaba Paul en medio de sus conversaciones. La curiosidad empezó a despertarse. Queríamos saber más de él. Como sobrinos carnales y conociendo la soltería voluntaria de Annie, nos molestaba inconscientemente este agresor de nuestras tierras, de nuestros dólares, en fin de nuestra muy posible herencia futura, pero Annie sonreía y detrás de su risita jamás pudimos quitarle un solo detalle.
Si llegábamos de improviso a su casa, Annie tenía en la mesa dos cubiertos puestos. Al preguntarle la causa, respondía:
-Lo esperaba a Paul.
Dormía en cama camera, con vista al río, aunque jamás notamos en ella una presencia humana, una sombra de masculina esencia. Infaliblemente Annie esperaba a Paul y ello nos fue intrigando a lo largo de treinta años consecutivos.
La relación de Annie y Paul ni mejoraba ni empeoraba: parecía idílica. Nosotros despreciábamos ese ser que invadía el alma de nuestra adorada tía multimillonaria. Nos molestaba incluso que lo nombrara, que le atribuyera derecho, no por el dinero en sí, sino porque nos alejaba de su cariño y atención continua: lo veíamos como un peligroso rival.
Treinta años fueron suficiente para despertar odios, rencores y miedos en nuestra familia. Annie seguía sonriendo y sonriendo hacía lo que quería, sin darle explicaciones a nadie.
... Una noche la encontramos en su departamento, muerta: -Un ataque cardíaco- decretó la autopsia. Nosotros nos opusimos: -Imposible: Fue un crimen premeditado! Paul no debe ser ajeno a él-
Quisimos nuevos veredictos, opusimos nuestro acuerdo, pedimos peritajes forenses, en fin, gastamos una enorme suma de dinero a fin de descubrir el personaje que nos había robado -creíamos con razón - su fortuna.
No hubo forma de que Paul apareciera. Como un fantasma, al irse Annie, él había desaparecido junto a ella
El problema estaba en la sucesión que no se podía abrir hasta la aparición de dicho personaje.
Los primeros días pasaron sin gran inquietud; finalmente lo íbamos a conocer, pero pasaron dos, tres semanas, uno, dos, cuatro años y Paul no se presentaba a cobrar su herencia. Buscamos su dirección en las agendas de Annie, publicamos edictos y estábamos a la espera de algún indicio para obligarlo a presentarse, firmar, cobrar y desaparecer nuevamente.
Pasaron diez años. La herencia aumentaba, el capital engordaba, la renta no se gastaba y ningún Paul vino a cobrar su parte.
El recuerdo de Annie no se empañó en nuestra memoria por esta broma de mal gusto. El tono cálido de su voz seguía invadiéndonos y no podíamos culparla. Era su dinero, hizo con él lo que estimaba correcto y se fue, sin avisarnos, decidiendo sola.
Una tarde, mi hijo Juan, escritor innato y bohemio de oficio, indagando papeles viejos, guardados por mi mujer en un cajón del desván, encontró cierta notas curiosas que le llamaron la atención.
El 11 de septiembre de 1946 Annie escribió en París, en plena recuperación de la II Guerra Mundial esta nota: -Anoche conocí a Paul. Soñé con él toda la noche. Vanos fueron nuestros intentos para dar en París con esta nueva pista. No hubo mensaje que lo trajera finalmente a la realidad.
Annie se había casado con un sueño, fue la sentencia del juzgado en lo Civil, donde había quedado adjudicada la Sucesión.
El sueño de Annie había durado la friolera de treinta años. Los derechos sucesorios habían claudicado en favor de una ilusión en la mente de nuestra querida y bienamada tía carnal.
Maria Cristina Bosch.
E-mail: mcbosch2002@yahoo.com.ar o mcbosch2002@infovia.com.ar
EL DESAYUNO
Anoche nos hicimos una promesa. Mientras le hicimos la pera al baño, preparamos todo para que fuera más sencillo. Te acostaste a medio vestir, con remera, sweater y calzoncillo; al blue- jean lo pusiste al borde de la cama y en el suelo esperaban tus botitas inquietas para la sorpresa.
Y así fue; apenas me desperté te llamé entre runruneos aún de sueño, pues te oí conversar con tu hermano menor y te recordé, en esa quejumbrosa llamada, tu olvido. Ligero cual un cervatillo dorado, diste un brinco, te pusiste el pantalón, los zapatos –cosa que jamás logro que hagas- fuiste al baño, te lavaste la cara, te cepillaste el pelo, ese que Dios te otorgo de seda y disparaste abajo gritando: -Marta, Marta, vení que te necesito-.
Me quedé pues, esperando tu llegada, con los ojos cerrados, en mi cama. Al ratito, cuando casi me había vuelto a dormir, oí el tintineo de una cucharita sobre el plato, el ruido a risa recién echa y lo pasos de mi amor subiendo por la escalera que lleva a mi dormitorio.
Apareciste tú, hecho miel y luz, con tus manos regordetas sosteniendo una bandeja enorme con tus pocos años llena de remedios, de galletitas con manteca y dulce de frutilla y una taza de café humeante, invitándome a despertar con una sonrisa de agradecimiento.
Tomé apurada esa bandeja que había llegado casi por casualidad intacta a mi cuarto y saboree mi desayuno encantada.
Tú, parado al lado de mi cama, peinado y reluciendo de felicidad, me preguntabas: -Lo hice bien, mamá. Está bien?
-Si- respondía yo con mis ojos, pues mi boca estaba llena de dulce y amor. Por eso quise escribirte, Santito, cuando empecé este cuento. La vida está llena de inesperadas compensaciones que pueden tornar un día en un milagro, un momento odioso en una aventura.
Este desayuno tan tambaleante que llegó a mi cama, una mañana de Julio, cuando estábamos de vacaciones, será inolvidable en mi memoria, porque me lo trajiste tú, mi amor, mi hijo querido y porque lo dejé estampado en un papel para que otros lo puedan saborear conmigo.

Maria Cristina Bosch.
E-mail: mcbosch2002@yahoo.com.ar
APOLO Y DAPHNE
Daphne era deliciosa. Una estilizada criatura, parecida las imágenes que pintó Botticelli en el Renacimiento. Pero, según la opinión de Apolo, tenía un solo defecto: era casta, pura, inexpugnable.
Una mañana temprano, cuando todavía los ruiseñores están en los brazos de Orfeo, Apolo se levantó decidido a poseerla.
Ella fue como siempre a bañarse al río. Sumergió su delicado pie en el agua; luego, paulatinamente, con garbo y brío, se deslizó dentro. Hundió sus nalgas y sus pechos, estiró los brazos y tocó la espuma. Rió, serena y feliz.
Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar.
Daphne salió lentamente. Sacudió su cabellera dorada; temblaba su inmaculado cuerpo en contacto con el aire y gimió de placer. Girando su cuello con donaire, vio la mirada ávida del Dios del amor.
Se alejó de prisa. Corrió, como una gacela asustada, cuando vio que él la perseguía. Se deslizó ágilmente, sin tocar con sus pies la tierra y extendió los brazos al cielo en ademán de ayuda. Júpiter no desoyó su ruego. Criatura predilecta de los dioses, no podía ser abandonada a esta triste suerte.
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ésta profirió un grito de terror.
Al instante se partió el cielo en dos; un trueno sordo y profundo se oyó a lo l ejos; dos relámpagos estallaron entre las nubes y, lerdamente, el cuerpo de esa pequeñita ninfa etérea se fue transformando.
En los dedos de los pies le crecieron prontamente raíces; su pierna izquierda se convirtió en corteza, cubriendo con timidez la virginidad de sus pudores. Las manos se alargaron en frágiles ramas; su cabellera dorada, embellecida por el alba, fue perdiendo el brillo del oro tiziano y adquirió la rugosidad de las hojas secas. El grito sordo, en la boca aterrorizada, se perdió para siempre.
Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se transformó en laurel.


NATALIO RUIZ
Chiquitito, insulso, escritor de insignificantes poemas, íntegramente mediocre, desde la punta de sus zapatos de goma hasta su sombrerito de dudosa hechura.
Todos los días durante años, pasó por la plaza frente al balcón de su amada, con los mismos zapatos de suela engomada y el chambergo de medio luto.
El mismo camino, la misma plaza y los mismos árboles lo conocían de memoria. Su puntualidad era famosa. Caminaba a saltitos, como tero cansado, con pasos breves y menudos y su figura atontada.
Saludaba correctamente, tocándose el ala del sombrero –si era una persona de rango inferior- o quitándoselo con una reverencia absurda –si su condición lo igualaba o era mejor que la suya-.
Jamás una mala palabra, un dejo de malhumor, un suspiro fuera de lugar. El “que dirán” le cortaba las alas a su imaginación dormida; el “que dirán” le obligaba a claudicar en todo. Mediocre para hablar, razonar y pensar, el límite de las trabas sociales era su fuerte, indudablemente; no podía superarlas, reflexionando sobre su estupidez. Aceptaba todo lo que se decía; la doxa era su guía; ni siquiera levantaba la cabeza de la almohada, si su médico así lo ordenaba:
-Lo prohibido, prohibido está-, decía sin soltura.
Natalio Ruiz ocupa el lugar que se merece, acorde a su alcurnia, en una bóveda rasgada de tercera categoría, en la aristocracia y selecta Recolecta.
Murió como correspondía; sentado en su banco, en la plaza que lo vio pasar indefectiblemente a la misma hora, observando a hurtadillas el balcón amado, un gigantesco fruto osó caer sobre su ilustre pelada brillante de tantas cepilladas y le acható el cráneo, incrustándose cómodamente en el hueco que le provocó su caída. Natalio se achicó, se arrugó y se murió.
Horas después, ciertos chicuelos que peloteaban distraídos, lo vieron, exhalaron un aullido feroz y se fueron. Un policía que pasó lo encontró por pura casualidad y entonces se resolvió su entierro con varias horas de retraso. Llegó la ambulancia y se lo llevaron.
En el célebre balcón se asomó un gato y maulló

Cristina Bosch.<>
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