ABRAHAM
Cristina Bosch
Erase una vez un hombre que había oído la historia de Abraham, a quien Dios puso a prueba, aunque venció la tentación, conservó la fe y recibió por segunda vez a su hijo. Hubiera querido ser partícipe del viaje de los tres días, cuando el patriarca cabalgó sobres su asno con Isaac a su lado y toda su tristeza. Hubiera querido estar presente en el instante en que el patriarca, al alzar la mirada vio a la lejanía la montaña elegida; en el momento en que despidió a sus criados y trepó la cuesta solo con su hijo, preocupado con sus pensamientos.
…
Era muy de mañana; Abraham se levantó con su hijo, dejaron la casa, anduvieron silenciosamente durante tres días; la mañana del cuarto, no dijo una palabra, vio a la distancia los montes, tomó a su hijo de la mano y trepó la montaña. Se detuvo, apoyó su mano sobre la cabeza de Isaac lo exhortaba, aunque su hijo no podía comprenderlo; su alma no podía elevarse tanto; se abrazó a las rodillas paternas, se arrojó a sus pies y clamó por la gracia, implorando por su juventud y sus esperanzas.
Abraham lo levantó, lo tomó de la mano, mientras lo consolaba y en silencio preparó el holocausto, atando a Isaac; en silencio extrajo el cuchillo; entonces, apareció el carnero que le envió Dios. Lo sacrificó y regresaron.
A partir de entonces, Abraham se hizo viejo; no pudo olvidar cuánto le había exigido Dios. Isaac continuó creciendo, pero los ojos de su padre se habían nublado; no pudo concebir otra alegría. Pedía perdón a Dios por haber querido sacrificar a su hijo, por haber olvidado su deber como padre y no haber pensado en el sufrimiento de su hijo amado.
…
Cuando retornaron a la casa, Sara se arrojó al encuentro de ambos, pero Isaac había perdido la fe. Nunca hablaron de ello ni jamás nadie sospechó un acto de tal magnitud.
Abraham es digno de ser llamado el elegido del Eterno, ,el hombre pío, temeroso de la palabra divina. Para el todo estaba perdido: Dios exigió aIsaac
Amar a Dios sin tener fe es reflejarse a sí mismo, pero amar a Dios con fe es reflejar a Dios. Esa es la cima donde se encuentra el patriarca, ya que la última etapa que pierde de vista es la resignación infinita.
Con Abraham uno no puedo llorar; uno se aproxima a él con horror religioso. Si se hubiera quebrantado en una crisis o simplemente fustigado el cielo con sus lamentaciones, no tendría tal altura humana . Cuando le responde a Isaac: “Hijo mío, Dios preverá el cordero,” su fe alcanza latitudes no humanas.
II
Abraham creyó en la promesa divina. Sin esa creencia absoluta, Sara habría muerto de tristeza y él mismo no habría comprendido, pero creyó y, por lo mismo, se mantuvo joven a los cien años, lo suficientemente joven para –pese a sus nobles cabellos blancos, sentirse capaz de desear ser padre. El milagro fue en que ambos fueron jóvenes de espíritu para anhelar ese hijo, el cual mantuvo el deseo intacto y del mismo modo la perdida juventud. Creyó que sería honrado por su pueblo, bendecido en la posteridad, a través del prometido vástago tan esperado: no dudó. El tiempo pasaba y el patriarca seguía creyendo. La espera se le hizo insoportable. No tuvo la debilidad de renunciar a la esperanza. Conoció el desaliento, aunque no los lamentos. A medida que pasaban los años no contaba los días, no miraba a Sara inquieto por ver si los años no habían dejado surcos en sus entrañas e intentaba que ella no envejeciera y junto a ella la esperanza; no apaciguaba la espera de su mujer. Sara fue objeto de burlas crueles. El sabía que Dios lo nombró heredero con la promesa de que todas las naciones de la tierra serían bendecidas por la posteridad. Parecía que Dios se burlaba. Después de haber realizado el milagro de concebir en la vejez de ambos, el Omnipotente deseaba convertir su obra en nada. El hombre de cabellos platinados estaba inconsolable, aunque no se escuchó un solo quejido de sus labios. Todo debía perderse: el renombre de la futura raza, la promesa del porvenir sería un destello fugitivo de un pensamiento suyo que debía apagar, ahogar en su espíritu. Ese fruto magnífico, esa bendición tardía en el vientre materno debía serle arrebatado y perder de este modo el sentido. Dónde, entonces, quedaba la promesa de la posteridad, si había que sacrificar a su hijo? Isaac era lo que más él amaba y en su lecho de muerte le estaría vedado extender con gozo la diestra mano a fin de otorgarle la bendición postrera.
A Abraham ningún poeta puede aproximársele. Su miseria y su angustia residen en el silencio. Si hubiera hablado sería un héroe trágico. Si hubiera titubeado, sería una caricatura del Caballero de la Fe.
Millares de años han transcurridos, pero no es necesario mencionarlo, porque todas las lenguas lo recuerdan. Ha sido incluso la admiración de los paganos. Fue necesario un siglo de su existir para concebir - contra toda esperanza- al hijo de la ancianidad y debío luego levantar su acongojado brazo anciano -por voluntad divina- sobre ese hijo tan deseado.
Y Dios fue el emisario de tal desolación.
Bibliografía: Kierkegaard, Sorer.TEMOR Y TEMBLOR, Editorial Losada
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